En la Escuela de Lenguaje Andalué, ubicada en la comuna de Lautaro, Región de La Araucanía, no hay salas de cine cercanas. Tampoco hay centros culturales, ni experiencias audiovisuales colectivas. Pero desde que Vilma Carazo, oriunda de Ciudad de México, llegó a este jardín infantil, eso cambió: en 2024, la comunidad educativa vivió su primer taller de cineclub con niñas y niños de hasta cinco años. Y aunque no pisaron una multisala, muchos vivieron su primera ida al cine.
“Casi ninguno de los niños había ido al cine. Vienen de contextos altamente vulnerables, de una comuna que está lejos de Temuco, donde no hay salas”, relata Vilma. Eso fue la chispa para iniciar una experiencia de cine que, poco a poco, fue tomando forma de taller, y luego de ritual colectivo: ver cortometrajes, conversar, crear un video propio y, finalmente, simular una función de cine en el gimnasio de la escuela, con boletería, códigos QR, confitería y pantalla grande.
Vilma comenzó por lo más esencial: acompañar a los niños en el descubrimiento de lo que significa “ir al cine”. A través de cuentos ilustrados, cortos breves y sesiones pausadas donde se comentaban personajes, emociones y escenarios, los niños y niñas aprendieron a observar y reflexionar desde su mundo. “Son niños muy inquietos, entonces comenzamos con cortos de tres a cinco minutos, igual eran capaces de identificar el mensaje que les quería transmitir la historia”, explica Vilma.
Así fueron sumando sesiones —de cuatro pasaron a más de diez—, y cada una aportaba una nueva capa: el comportamiento en el cine, la importancia del silencio, el respeto por los otros espectadores, incluso la educación financiera. A partir de la idea de un paseo al cine, los niños y niñas simularon un presupuesto: “Les decía cuánto costaba la entrada, y ellos iban restando. Después veían si les alcanzaba para cabritas o jugo. Fue impresionante cómo se involucraron”.
Uno de los procesos más significativos fue la grabación de su propio video de recomendaciones para asistir al cine. Actuaron frente a cámara, recordando en sus palabras qué se puede hacer y qué no durante una función, como apagar el celular o no hablar fuerte. La actividad no solo reforzó lo aprendido, sino que también les dio protagonismo y permitió que sus voces quedaran registradas como parte esencial de esta experiencia.
La jornada final fue mucho más que una simple proyección. Con el apoyo total del equipo docente y directivo, el gimnasio del establecimiento se convirtió en una verdadera sala de cine: ventanas tapadas, proyector encendido, sillitas alineadas, video de recomendaciones grabado por los propios niños, y un menú con precios para comprar en la confitería. “La entrada se imprimía con código QR. Había una tía con una tablet para escanearlos. Todo fue como si estuviéramos en un cine real”, cuenta Vilma. “Y cuando comenzó la película, los niños estaban completamente fascinados, vieron su video y se reconocieron en la pantalla. No querían que terminara. ‘Yo quiero más películas’, me decían”.
El impacto del cineclub también llegó a los hogares. Las familias valoraron enormemente la experiencia, describiéndola como una “revolución” en el aprendizaje de sus hijos. Lo que partió como un experimento pequeño terminó marcando una diferencia profunda en la manera de aprender, mirar y compartir en comunidad.
Para este año, Vilma ya tiene nuevas ideas: talleres dirigidos a apoderados con películas sobre temas como el bullying o la prevención del consumo de drogas, y la posibilidad de iniciar un seguimiento a los niños y niñas participantes, observando cómo evoluciona su capacidad de apreciación, comportamiento y creación audiovisual a lo largo de los años.
“Creo que el cine es una herramienta poderosa para enseñar, para conectar, para imaginar. No necesitamos grandes recursos ni llevar a los niños a la ciudad. Podemos crear la experiencia acá mismo, con lo que tenemos. Solo hace falta voluntad y creatividad”, dice Vilma.